Retrotrayendo mi memoria, me encuentro con muchos recuerdos que hasta hoy me producen coraje.
En mi adolescencia ver a mi mamá, con mucha prisa y mal humor haciendo la comida, estresada porque mi papá en poco tiempo llegaría del trabajo y si la comida no estaba lista, el ambiente en la mesa resultaba tensionante por el “retraso cometido” por mi madre. Mi padre comía y dejaba la vajilla sobre la mesa, nos miraba a mi hermana o a mí y nos decía: “ahora le toca lavar los platos a una de ustedes para “AYUDARLE” a mamá”. Y claro, la mayoría de veces lo hacía yo o mi madre para evitar discusiones ente mi papá y yo, porque “DIOS no quiera” que lo vuelva a increpar y decír, en ironía: “tú nunca lavas una taza y terminas de comer y te vas a tomar una siesta <<muy bien merecida>>”. Machismo y violencia. Roles.
Recuerdo a mi primera pareja. Un chico muy guapo pero perverso, egoísta y de mal corazón. Millones de mentiras y secretos. Después entendí que no podía ser amor; que hay que llamarlo por su nombre: maltrato, violencia, machismo y misoginia.
Recuerdo mi época universitaria. La Facultad de Derecho. Un culto a la cara bonita, la imposición de una identidad falsa, a la heterosexualidad, a la delgadez, a los tacones altos y los trajes, al abogado: hombre blanco, exitoso, el del bufet prestigioso que no trabaja con seres humanos y menos mujeres humanas (“ellas sólo se usan para agilizar los trámites en los juzgados”), sino con máquinas judiciales que multiplican dólares. Hablo desde mi experiencia personal. Si eres una mujer, gorda, desarreglada, demasiado flaca, lesbiana, mamá, mayor, de provincia, afro o indígena estaba mal; y, si eras un hombre con las mismas características, la historia era diferente. Ellos, y algunas mujeres también, te lo hacían saber con “bromas” sexistas y androcéntricos realmente dolorosas sobre tu apariencia. En mi caso, eran mis senos. A pesar de que siempre me mostré recia y con carácter para no caer en su juego y sobrevivir, sus palabras fragmentaban mi psicología cada vez que las escuchaba. Me dolían, me marcaban. Ahora, esos estereotipos ya no me hacen más daño.
Trabajar como defensor/a de derechos humanos, per se, te convierte en una persona vulnerable. Sin embargo, si eres una mujer feminista, extranjera, joven, bisexual, atea, o no te quieres casar y tener hijas/os y luchas todos los días en la defensa de los derechos humanos y libertades de tus hermanas mujeres, adolescentes y niñas, automáticamente, el patriarcado, te convierte en hippie, puta, concubina, cerda, inexperta, loca, “feminazi”, demonio, muerta de hambre o anormal. Esa es la violencia estructural cultivada y cosechada en el entorno social, cultural y político en el que vivimos las mujeres y al que nos enfrentamos cada segundo.
Hoy, me permito sonreir cuando escucho aquellos “apelativos”. Es ignorancia. Sorío porque a esas palabras las deconstruí, y pienso y digo como lo menciona una de las grandes mujeres a las que conozco y de las que he aprendido mucho gracias al feminismo: “a esas palabras yo les doy el significado que quiero y que merezco”.
Preguntarme, ¿qué me ha dado el feminismo? Las respuestas magníficas las tuve sin saber que se trataba de feminismo y de que desde siempre fui feminista sin darme cuenta de que lo era. Ahora lo sé, lo siento, y lo digo con mucha entereza, firmeza, empoderamiento y mucho orgullo, porque el patriarcado duele, lastima y asesina a las mujeres todos los días. Pero también levanta y te permite estar erguida y guerrear.
Este es un tributo al feminismo y a todo, literamente, lo que representa en mi vida.
Sin duda es el mejor regalo de la naturaleza, de la vida, de las mujeres y uno de los tesoros y privilegios invaluables que ahora tengo. A través de él he encontrado y conseguido grandes fortunas traducidas en personas, liberaciones, actitudes, acciones, pensamientos, más convicciones y muchísimo más compromiso y corazón por la justicia y la voz de las mujeres a las que ese las ha callado o pretenden callarnos en la tierra.
Que ¿qué me ha dado? Tanto y todo.
¡Libertad!
Me ha dado luz y me ha mostrado el camino, a detalle, para poder mirar y sentir, con toda el alma, en mi misma y en mis hermanas mujeres, cómo duele el patriarcado, cómo te lastima, te golpea y te mata como si fueras una cucaracha, como si no valieras nada, sin que importe tu edad, tu familia, dónde naciste, tu educación. Sin que importe nada, porque, para él, no valemos nada.
Me ha dado la voz suficiente y firme para gritar de dolor y llorar de emoción liberadora del pasado violento y sangrante. Me ha dado la firmeza de verme como una mujer que sabe estar de pie, con la cabeza muy en alto, con ímpetu y mis manos y mi vida para seguir resistiendo.
Me ha entregado sus alas y su fuerza para volar y poder amar mis momentos personales, espirituales y sexuales con toda la sinceridad y naturaleza que ellos suponen. Me ha enseñado a no autoestigmatizarme, juzgarme, jugar a la estrategia, ni esconderme de mi misma. A ser, genuinamente, quien soy y amarme sin miedos ni silencios. A entenderme.
Me ha devuelto la capacidad de disfrutar el tomar una cerveza o una coca cola sin culpa ni remordimientos e insultos intrínsecos. A amar mi cuerpo y decidir con él… sobre él. A que ya no me duela más.
Me ha reintegrado la sabiduría para amar mi soledad y mi propia compañía, conmigo. A disfrutar de mis silencios y mis lágrimas reparadoras y combustibles. A ser feliz y comprenderme con las virtudes y defectos, con mis principios, identidad y mis raíces.
Me ha quitado el miedo. El miedo a las palabras y me ha mostrado cómo deconstruir las insultantes e hirientes, a darles el valor que merezco y a tomarlas como un timón (causa-efecto) en el duro trayecto de la vida. Cuesta arriba, pero vida al fin.
Me ha compartido la destreza de cuestionar “la normalidad de la violencia y el patriarcado disfrazado y asesino”, a decodificarlos, criticarlos, resistir, luchar y pelear cada segundo para que se acaben y no nos maten más.
Me ha devuelto la valentía de decir NO sin justificaciones o excusas. De rebelarme y levantarme. De no agachar jamás la cabeza y contestar rugiendo con la verdad y la justicia. A leer entre líneas y corroborar que el amor no duele ni lastima.
Me ha puesto en el camino a maravillosas mujeres, y con ellas la posibilidad real y material de aprender a aprehender y descubrir una humanidad verdadera, sin precedente, con un compromiso incondicional y un amor por la vida, la libertad y los derechos humanos de las mujeres sin ataduras, cadenas ni turbaciones. Mujeres imprescindibles, admirables, maestras, hermanas, guerreras, leonas, comadres y amigas. Mi madre y mi hermana Estefanía. Mi privilegio, mi fortuna.
Me ha devuelto la esperanza de saber y sentir que no estamos solas, y que más que “juntas”, estamos conectadas, dinámicamente conectadas, en un solo estruendo, con nuestros cuerpos y entrañas. Que somos fuertes y que resistimos en el hombro y en las alas de la otra. Que la humanidad une corazones y que los corazones buenos siempre se encuentran o reencuentran.
Me ha restituido la valentía para no fregar la vajilla si no es en igualdad de condiciones con las/os demás. Me ha devuelto a una mujer independiente y cuestionante, que se reconoce y se ama, en primer lugar, como mujer y no como una madre. Mi madre.
Me ha mostrado, una vez más, la alegría de poder perdonar y volver a sonreír, a ser fuerte y seguir luchando con cada soplo de vida y partícula de oxígeno en los pulmones.
Me ha devuelto la razón de vivir, de hablar en plural. Me ha devuleto la valentía de seguir de pie, exclamando con las fuerzas libres y con el grito impoluto que reivindica la libertad y dignidad de todas las mujeres, de las que somos, estamos y de aquellas a las que el patriarcado calló y ya no están, pero en su nombre nos levantamos y luchamos juntas.
Sin feminismo no hay libertad, y sin libertad no hay voz y tampoco vida.
¡Por todas nosotras!
¡Gracias porl a vida admirado, respetado y amado feminismo!
POR ESTEFANNY MOLINA MARTÍNEZ